lunes, 18 de febrero de 2013

Sudarios y placentas


El grito.- Edvard Munch
Contornos muertos. Ese debería ser el título de esta entrada por la poca prolijidad de esta página y porque todo contorno implica de por sí la muerte. Retornamos a los inicios, al horrorizado terror que sale de una figura de un óleo de Munch. Hay unas líneas rectas que nos muestran un camino y unas personas difusas. La voz invisible que grita surge de figuras definidas pero contorneadas. Parece que el color adquiere el efecto Doppler sobre el altavoz, quizá la boca de la figura. El óleo no es más que el cascarón de ese horror, casi como si se tratase de un relato de Poe o Lovecraft. Se manifiesta precisamente en su ausencia, en lo que no hay pero sin embargo está. La muerte sin cadáver.


Una representación alrededor de la muerte de Munch nos muestra lo mismo. La muerte no está en el cadáver, no en el resto tumbado en la cama. Ése es un hecho bruto. El cadáver no es más que el resto que ha dejado. La muerte se encuentra precisamente alrededor del cadáver, un entorno difuminado por la propia muerte. Sólo la memoria nos impone aquella vieja costumbre de poner sudarios, de hacer máscaras mortuorias, de erigir estatuas de lo que un día fue, de mantener criogenizado en los recuerdos algo (o a alguien) que ha pasado a la historia sin más historias.

Cerca de la cama de la muerte (fiebre).- Edvard Munch

Pero la propia vida demuestra el mismo carácter. Somos seres sujetos a continuas metamorfosis (kafkianas, muchas ellas), a dejar restos de lo que fuimos a través de artificios. La vida, el nacimiento y la procreación son los mayores de estos artificios. Los propios animales dejan en vida restos de estas metamorfosis, de las transformaciones que les llevan a ser otra cosa distinta mientras lo antiguo fenece. En el propio nacimiento tenemos nuestro primer sudario, la placenta gracias a la que nos hemos alimentado y en la que dejamos nuestra impronta, nuestro código genético. Somos unos seres de por sí asquerosos compuestos por flujos de todo tipo y que muestran precisamente esa evolución, desde la primitiva eyaculación hasta la pérdida de fluidos tras la muerte. Somos una mancha en la historia, esa es nuestra memoria. La Historia con mayúsculas (la Historie, no la Geschichte de los alemanes) no consiste en otra cosa sino en la recopilación de eyaculaciones ilustres.

El día después.- Edvard Munch
Siempre hay un despertar kafkiano. No el del monstruoso insecto, ése no. La metamorfosis kafkiana no es el despertar del inicio, sino la liberación del nuevo ser que abandona el antiguo y escapa por la ventana, dejando un resto "como vacío" (recomiendo a quien no lo comprenda así que relea el libro de Kafka; recuerdo haber tumbado la tesis doctoral de una persona en este sentido). Pero por lo general no escapamos por ninguna ventana abierta. Tras la metamorfosis nos encontramos nuestros restos: sangre y placenta en el paritorio; sudarios y lápidas en la muerte; botellas de vino vacías, surcos de vasos; flujos de la noche anterior. Incluso este texto.

Sí, incluso el texto. Porque efectivamente el ser para el texto es un ser para la muerte. El papel blanco es el sudario en el que se marcan las figuras del cadáver de las letras, los flujos de la pluma, la tinta que un día tuvo vida; la semilla de la escritura. Y al mismo tiempo es la placenta en la que crece algo que deja de ser nuestro propio cuerpo y se hace independiente de nosotros, adquiere nueva vida y acaba con la antigua. Así que podría decirse con rigor que es un ser para la vida, un ser para un nuevo cambio. La escritura deviene Corpus, se enajena. Y el cuerpo del relato cambia y se establece según interpretaciones, según nuevas metamorfosis que abandonarán el antiguo cuerpo y darán forma a uno nuevo, y así constantemente.

Pero qué le vamos a hacer. Nos encanta dejar restos, nos da placer. Todo hombre aspira a eso, a que le recuerden, a tener descendencia, a plantar árboles y a escribir libros o chorradas como éstas. Vivimos continuamente bajo la máscara.