Anoche soñé contigo.
Vivías en un árbol. Bueno, empezaré desde el principio.
Salíamos del trabajo; yo
adelantaba mi paso para acercarme a ti, tanto que al final te adelanté. Comencé
a bajar las escaleras mirándote con la nuca, las escaleras de mi instituto y
finalmente la pequeña cuesta de mi barrio que daba a la glorieta. Ya ves, es lo
que tienen los sueños, que se encierran en recuerdos que son propios del
soñante. Ya en la calle comencé mi habitual juego de levitación, concentrándome
y elevándome entre uno y dos metros sobre el suelo, a vuelo rasante de los
coches. Ya estaba revoloteando casi por donde ibas tú, realmente ensimismado y
habiendo perdido tu presencia debido a la concentración, cuando te acercaste y
me cogiste del tobillo. Por un lado me gustó y lo deseaba, pero por otro me dio
miedo perder la concentración necesaria para levitar y estrellarme contra un
coche. Hubiese sido algo embarazoso. Así que descendí lentamente y te cogí de
la muñeca. No querías que me escapase volando, así que yo tampoco quería que te
escapases no queriendo que me escapase.
Al final empezamos un
extraño baile de muñecas agarradas a ritmo del vals de la retención, como son
todos los valses. No sé por qué pero la calle pasó a convertirse en un solar
enorme lleno de charcos de lluvia sobre tierra seca, oscura, triste y al mismo tiempo
alegre. Era obvio: el vals terminó como terminan estas cosas. Cuando ya te ibas
a escapar te lancé un beso con la torpeza y brusquedad de las primeras veces.
Siempre es así, el besante es un violador en potencia. O un amante en
impotencia, pero siempre es brusco, repentinamente innecesario. El amor tiene
algo de inesperado y de acostante, casi molesto.
Pero no lo fue, o eso
adiviné en la continuación del beso por tu parte y en el abrazo mutuo que
siguió mientras tanto. Los movimientos digitales por espalda, brazos y hombros,
fueron acompañados por lo típicos pequeños suspiros que dejan escapar las bocas
abiertas, la primera mezcla que se produce entre dos amantes y que dejará paso
a mezclas más fructíferas pero no por ello necesariamente más gratificantes.
El caso es que entre los
suspiros se me escapaban respingos gargantiles del típico fumador que acumula
flemas y tiene que toser. Entre seguir boqueando en tu boca cual pez que busca
la vuelta al lecho marino y dejar de besarte para toser en paz (lo que resulta,
claramente, muy poco caballeroso), al final opté por dejar mi caballerosidad
por los suelos. Quizá prolongar la agonía hubiese sido mejor, sentirme como un
pez esperando a ser devuelto al agua por ti. Bueno, al final no resultó tan
malo del todo, y decidiste que te acompañara a casa. Aunque por ese
"desliz" de la tos yo no sabía si las tenía todas conmigo, o quizá
por tu reticencia a ser un amor molesto.
Vivías en un árbol. Tu
casa tenía dos plantas, y en este caso la polisemia está más que justificada.
Cuando llegamos me senté en la planta baja junto a una especie de hogar o
chimenea encendida mientras tú subías a la planta superior. Mientras esperaba a
que bajases me fijé que a mi lado había un señor mayor y gordo sentado en una
mecedora y en un movimiento cansino de vaivén, como si no pasase el tiempo, sin
prestarme atención, como si fuese normal que él estuviese allí y, lo que era
más extraño, como si fuese también normal que yo estuviese allí. Al final, como
no bajabas, me decidí a subir a la planta de arriba esperando encontrar más
cosas extraordinarias a través del espejo. Te pregunté que quién era ese señor.
Era el novio de una chica que trabajó con nosotros hacía tiempo, "esa que
estaba tan buena", añadiste dado que no me acordaba y seguí sin acordarme.
El caso es que le habías dado cobijo unos días porque no tenía dónde quedarse.
Fue entonces cuando me di
cuenta de que no soñaba contigo. No sé cómo lo supe, si se interrumpió el sueño
en un suave despertar o simplemente tuvo que parar porque dejó de tener sentido
al descubrir la verdad. No había razón en seguir soñando. Te convertiste en la
persona que es capaz de sacrificarse y hacer un favor por molesto que sea por
cualquiera menos por la persona a la que ama. Quizá por sentimiento de culpa,
precisamente. Dado que no hago nada por los seres queridos o los que me
quieren, lo haré por los demás. Extraño método de amor al prójimo.
No quiero volver a soñar contigo, seas quien seas.