lunes, 29 de abril de 2013

360 grados



Me mata la aritmética.

Me mata la certeza cartesiana de saber que cada vez que sume dos y dos me va a dar cuatro.

Me matan los trescientos sesenta grados de un triángulo. Y cuanto más isósceles me mata más.

Me destroza la memoria, poder tener la garantía de recordar el pasado y especialmente un futuro del pasado.

Agonizo, en el fondo, con la esperanza, sabiendo que lo que podrá ser no será, porque será otra cosa que recordaré.

Me jode, en suma, el conocimiento, porque ese saber no sirve para nada. 

Me cansa buscar la verdad, cubierta por mil velos que la hacen maravillosa cuando está oculta.

Me decepciona encontrarla sobre todas las cosas, cuando descubro que esa verdad buscada no es la que esperaba.

Me frustra la impotencia del deseo, la desilusión de la esperanza, desdeñada hace cinco líneas.
Me ahogo cada noche en los sueños; o más bien en los despertares.

Me destroza la necesidad racional de la naturaleza, porque esperamos ser hijos de la contingencia y al final descubrimos que nos rigen las mismas leyes que al dios de las cosas importantes.

Me resulta vano el deseo de cambiar, de devenir diferentes de algo que no somos. 

Me dan arcadas las definiciones (de arco y del latín arcus). La línea recta no existe. Somos movimientos gástricos.

Odio a los que os conjugáis impersonalmente: yo, tú, él, ella, nosotros….

Odio los géneros, las declinaciones, los plurales y la gramática.

Odio el puto término medio porque nunca es justo y sí mediocre, el lugar donde se esconden los cobardes por el temor a tomar decisiones, yo incluido.

Me asustan los puntos suspensivos que siempre permanecen en suspenso.

Me encanta la lluvia, la humedad que nos acerca a la tierra de las tumbas recién abiertas, porque por mucho que corras nunca escaparás de la tormenta y la lluvia.

Espero ciegamente al genio maligno, con una confianza indigna de él….

miércoles, 24 de abril de 2013

Anoche soñé contigo



Anoche soñé contigo. Vivías en un árbol. Bueno, empezaré desde el principio.

Salíamos del trabajo; yo adelantaba mi paso para acercarme a ti, tanto que al final te adelanté. Comencé a bajar las escaleras mirándote con la nuca, las escaleras de mi instituto y finalmente la pequeña cuesta de mi barrio que daba a la glorieta. Ya ves, es lo que tienen los sueños, que se encierran en recuerdos que son propios del soñante. Ya en la calle comencé mi habitual juego de levitación, concentrándome y elevándome entre uno y dos metros sobre el suelo, a vuelo rasante de los coches. Ya estaba revoloteando casi por donde ibas tú, realmente ensimismado y habiendo perdido tu presencia debido a la concentración, cuando te acercaste y me cogiste del tobillo. Por un lado me gustó y lo deseaba, pero por otro me dio miedo perder la concentración necesaria para levitar y estrellarme contra un coche. Hubiese sido algo embarazoso. Así que descendí lentamente y te cogí de la muñeca. No querías que me escapase volando, así que yo tampoco quería que te escapases no queriendo que me escapase.

Al final empezamos un extraño baile de muñecas agarradas a ritmo del vals de la retención, como son todos los valses. No sé por qué pero la calle pasó a convertirse en un solar enorme lleno de charcos de lluvia sobre tierra seca, oscura, triste y al mismo tiempo alegre. Era obvio: el vals terminó como terminan estas cosas. Cuando ya te ibas a escapar te lancé un beso con la torpeza y brusquedad de las primeras veces. Siempre es así, el besante es un violador en potencia. O un amante en impotencia, pero siempre es brusco, repentinamente innecesario. El amor tiene algo de inesperado y de acostante, casi molesto.

Pero no lo fue, o eso adiviné en la continuación del beso por tu parte y en el abrazo mutuo que siguió mientras tanto. Los movimientos digitales por espalda, brazos y hombros, fueron acompañados por lo típicos pequeños suspiros que dejan escapar las bocas abiertas, la primera mezcla que se produce entre dos amantes y que dejará paso a mezclas más fructíferas pero no por ello necesariamente más gratificantes.

El caso es que entre los suspiros se me escapaban respingos gargantiles del típico fumador que acumula flemas y tiene que toser. Entre seguir boqueando en tu boca cual pez que busca la vuelta al lecho marino y dejar de besarte para toser en paz (lo que resulta, claramente, muy poco caballeroso), al final opté por dejar mi caballerosidad por los suelos. Quizá prolongar la agonía hubiese sido mejor, sentirme como un pez esperando a ser devuelto al agua por ti. Bueno, al final no resultó tan malo del todo, y decidiste que te acompañara a casa. Aunque por ese "desliz" de la tos yo no sabía si las tenía todas conmigo, o quizá por tu reticencia a ser un amor molesto.

Vivías en un árbol. Tu casa tenía dos plantas, y en este caso la polisemia está más que justificada. Cuando llegamos me senté en la planta baja junto a una especie de hogar o chimenea encendida mientras tú subías a la planta superior. Mientras esperaba a que bajases me fijé que a mi lado había un señor mayor y gordo sentado en una mecedora y en un movimiento cansino de vaivén, como si no pasase el tiempo, sin prestarme atención, como si fuese normal que él estuviese allí y, lo que era más extraño, como si fuese también normal que yo estuviese allí. Al final, como no bajabas, me decidí a subir a la planta de arriba esperando encontrar más cosas extraordinarias a través del espejo. Te pregunté que quién era ese señor. Era el novio de una chica que trabajó con nosotros hacía tiempo, "esa que estaba tan buena", añadiste dado que no me acordaba y seguí sin acordarme. El caso es que le habías dado cobijo unos días porque no tenía dónde quedarse.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no soñaba contigo. No sé cómo lo supe, si se interrumpió el sueño en un suave despertar o simplemente tuvo que parar porque dejó de tener sentido al descubrir la verdad. No había razón en seguir soñando. Te convertiste en la persona que es capaz de sacrificarse y hacer un favor por molesto que sea por cualquiera menos por la persona a la que ama. Quizá por sentimiento de culpa, precisamente. Dado que no hago nada por los seres queridos o los que me quieren, lo haré por los demás. Extraño método de amor al prójimo. 

No quiero volver a soñar contigo, seas quien seas.


lunes, 18 de febrero de 2013

Sudarios y placentas


El grito.- Edvard Munch
Contornos muertos. Ese debería ser el título de esta entrada por la poca prolijidad de esta página y porque todo contorno implica de por sí la muerte. Retornamos a los inicios, al horrorizado terror que sale de una figura de un óleo de Munch. Hay unas líneas rectas que nos muestran un camino y unas personas difusas. La voz invisible que grita surge de figuras definidas pero contorneadas. Parece que el color adquiere el efecto Doppler sobre el altavoz, quizá la boca de la figura. El óleo no es más que el cascarón de ese horror, casi como si se tratase de un relato de Poe o Lovecraft. Se manifiesta precisamente en su ausencia, en lo que no hay pero sin embargo está. La muerte sin cadáver.


Una representación alrededor de la muerte de Munch nos muestra lo mismo. La muerte no está en el cadáver, no en el resto tumbado en la cama. Ése es un hecho bruto. El cadáver no es más que el resto que ha dejado. La muerte se encuentra precisamente alrededor del cadáver, un entorno difuminado por la propia muerte. Sólo la memoria nos impone aquella vieja costumbre de poner sudarios, de hacer máscaras mortuorias, de erigir estatuas de lo que un día fue, de mantener criogenizado en los recuerdos algo (o a alguien) que ha pasado a la historia sin más historias.

Cerca de la cama de la muerte (fiebre).- Edvard Munch

Pero la propia vida demuestra el mismo carácter. Somos seres sujetos a continuas metamorfosis (kafkianas, muchas ellas), a dejar restos de lo que fuimos a través de artificios. La vida, el nacimiento y la procreación son los mayores de estos artificios. Los propios animales dejan en vida restos de estas metamorfosis, de las transformaciones que les llevan a ser otra cosa distinta mientras lo antiguo fenece. En el propio nacimiento tenemos nuestro primer sudario, la placenta gracias a la que nos hemos alimentado y en la que dejamos nuestra impronta, nuestro código genético. Somos unos seres de por sí asquerosos compuestos por flujos de todo tipo y que muestran precisamente esa evolución, desde la primitiva eyaculación hasta la pérdida de fluidos tras la muerte. Somos una mancha en la historia, esa es nuestra memoria. La Historia con mayúsculas (la Historie, no la Geschichte de los alemanes) no consiste en otra cosa sino en la recopilación de eyaculaciones ilustres.

El día después.- Edvard Munch
Siempre hay un despertar kafkiano. No el del monstruoso insecto, ése no. La metamorfosis kafkiana no es el despertar del inicio, sino la liberación del nuevo ser que abandona el antiguo y escapa por la ventana, dejando un resto "como vacío" (recomiendo a quien no lo comprenda así que relea el libro de Kafka; recuerdo haber tumbado la tesis doctoral de una persona en este sentido). Pero por lo general no escapamos por ninguna ventana abierta. Tras la metamorfosis nos encontramos nuestros restos: sangre y placenta en el paritorio; sudarios y lápidas en la muerte; botellas de vino vacías, surcos de vasos; flujos de la noche anterior. Incluso este texto.

Sí, incluso el texto. Porque efectivamente el ser para el texto es un ser para la muerte. El papel blanco es el sudario en el que se marcan las figuras del cadáver de las letras, los flujos de la pluma, la tinta que un día tuvo vida; la semilla de la escritura. Y al mismo tiempo es la placenta en la que crece algo que deja de ser nuestro propio cuerpo y se hace independiente de nosotros, adquiere nueva vida y acaba con la antigua. Así que podría decirse con rigor que es un ser para la vida, un ser para un nuevo cambio. La escritura deviene Corpus, se enajena. Y el cuerpo del relato cambia y se establece según interpretaciones, según nuevas metamorfosis que abandonarán el antiguo cuerpo y darán forma a uno nuevo, y así constantemente.

Pero qué le vamos a hacer. Nos encanta dejar restos, nos da placer. Todo hombre aspira a eso, a que le recuerden, a tener descendencia, a plantar árboles y a escribir libros o chorradas como éstas. Vivimos continuamente bajo la máscara.