lunes, 27 de diciembre de 2010

Nosotros los hiperbóreos

Solemos pensar, de modo infundado, que el altruismo es un valor en sí digno de admiración, que la gente que lucha por ideales comunes merece el mayor respeto por nuestra parte. Pero, ¿de verdad hay gente que lucha por ideales comunes? Es más, ¿en qué consisten esos supuestos "ideales comunes" y especialmente esa forma de comunidad? Se dice, por ejemplo, que cuando un político muere, lo hace "por" la democracia; un soldado, "por" la patria; un sindicalista, "por" la libertad. Así, quien defiende y se sacrifica por un ideal lo hace, en el fondo, por todos nosotros.

No obstante, si atendemos a la genealogía de las acciones y motivos, lo que comprobaremos es justo lo contrario. No existe ningún altruismo, sino todo lo contrario, la forma máxima de un egoísmo idealizado que nos hace participar a todos con tal de no quedar mal.

Digámoslo ya: el altruismo no es más que el egoísmo exteriorizado en actos que favorecen a los demás. Pero esto es totalmente anecdótico. El motivo y la voluntad que guían "nuestro sacrificio" no es más que mi propio sacrificio para conseguir algo que me favorezca, un mero instinto de conservación que en el ser humano es algo más complejo que en el resto de animales.

Pero, ¿por qué se produce este salto del yo al nosotros? Quien quiere, quien tiene motivos es el individuo, no la sociedad ni la naturaleza, ni ningún espíritu absoluto. Es el solo individuo el que quiere y decide. Sólo que esas voluntades individuales pueden tener beneficios comunes, beneficios en los que todos salgan ganando.Sigue siendo una voluntad individual la que aquí se manifiesta, pero expresada con muchas voces. Evidentemente, tiene más fuerza, provoca mayores efectos.

La "solidaridad" aquí recrea una especie de instinto animal, de sentimiento grupal que hace que nos sintamos más seguros, más apoyados por la comunidad. Nos volvemos rebaño. "Soy solidario con lo que quiere aquél y lo querré yo, porque cuando yo quiera algo tendré su apoyo". Nada hay más contrario a la auténtica voluntad humana.

Bienaventurados los solidarios, porque otros querrán por ellos.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Las cenizas de la memoria

Todo es ceniza. Lo consumido pero que todavía sigue ahí en tanto que consumido. Es un resto más. El vertedero se transforma así en cenicero. Las cenizas de nuestra vida, el consumirse de la vida que sin embargo existe como tal. La prueba palpable de que hemos vivido en ese resto. El último resto es la muerte, ese último resto que es un cadáver.

Poco a poco nos vamos consumiendo, vamos desapareciendo de cómo éramos y vamos dejando resto. Como los buenos cigarros habanos quien crea una ceniza compacta y mantiene más o menos siempre la misma forma, ése crea una personalidad más o menos fija en la temporalidad. Los demás somos cigarrillos nerviosos y rápidos que se agotan en el cenicero.

Pero no hay otra forma de vivir ni de disfrutar de la vida que no consista en consumirla, en encender la llama que prenda las pasiones, que ponga en marcha los días y las noches. El fuego de Heráclito es el que nos da la vida y acaba con ella, haciéndola real. Por eso la muerte es parte de la vida, aunque sea su límite, y vivir es comenzar a morirse.

Éste es el enorme gesto de pedirle fuego a la muerte, de seducir a esa gran dama negra, a esa mujer fatal.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Las palabras justas

Decir las palabras justas es algo más que ser justo en lo que se dice. Hay que ser justo también con quien se está hablando. Parece, en primer lugar, que cuando se habla de "palabras justas" nos estamos refiriendo ante todo a una parquedad al hablar que más cerca parece de la falta de comunicación que del expresarse ante otra persona. Así, el que es justo en palabras, el que dice las palabras justas, es el que dice lo menos posible a los demás, el que tiene poco que decir o, en su caso, el que no quiere o no sabe comunicar lo que tiene que decir. No obstante, la justicia (y la justeza) de las palabras poco tienen que ver con esta descripción. Ser justo con las palabras consiste ante todo en ser justo con los demás y, sobre todo, con uno mismo.

Hay que hablar siempre con justicia, decir lo que se tiene que decir y en el ámbito en el que hay que decirlo. Es el ámbito de la Justicia, lo que Aristóteles calificó como categórico. Pero ser categórico no implica imponer lo que se dice. Un juez no impone, "falla", interpreta sobre los hechos que son ya interpretaciones. En su juicio no hay un componente legislativo-impositivo, sino decisivo-moral. Tiene que tomar una decisión, tiene que elegir y elegirse, decidirse en lo que dicta. Al decidir dice la sentencia y se dice a sí mismo: se compromete con su propia decisión. Así, lo categórico consiste en decir algo de algo, algo de alguien y, en último término, algo de sí mismo.

Podemos (y debemos) ser así; justos. Decir las palabras justas y aplicar con justicia las palabras. El hablar gratuito, sobre todo en ciertos contextos, forma parte de una maleducada y nefasta injusticia. Y no me estoy refiriendo a la mera difamación sin argumentos, ni al insulto y descalificación, aunque se tengan argumentos a favor, además de que las personas con argumentos no tienen que recurrir a este método. Me estoy refiriendo a la verborrea accidental, al "yo pienso de que...", al "en mi opinión...", "bajo mi punto de vista..."; a la eyaculación precoz de la lengua. Tener un punto de vista no significa, necesariamente, ver las cosas con perspectiva. Esa perspectiva tomada en relación a aquello de lo que se habla y del propio punto de vista y de uno mismo, es lo que nos hace decir las palabras justas. Es nuestra forma de objetividad, aquella que se sabe partícipe de un sujeto, que no dependiente de él.

Pero además, hay otra forma de ser justos con las palabras. Las palabras justas se refieren, como decíamos al inicio, a ser parco en la expresión. La parquedad no consiste en no tener nada que decir, ni saber decirlo, sino en decir justo lo que hay que decir (nuevamente la justicia y la justeza). En los espacios en los que habita esta parquedad, en los silencios, habita al mismo tiempo la posibilidad de otro decir, del decir de los otros y de nosotros mismos, incluso de escuchar. El silencio abre el espacio para una comunidad inconfesable y silenciosa, como nos recordaba Blanchot. Saber hablar no consiste en otra cosa que comprometernos con lo que decimos y con el espacio en que lo decimos.