Me mata la aritmética.
Me mata la certeza cartesiana de saber que cada vez que sume
dos y dos me va a dar cuatro.
Me matan los trescientos sesenta grados de un triángulo. Y
cuanto más isósceles me mata más.
Me destroza la memoria, poder tener la garantía de recordar
el pasado y especialmente un futuro del pasado.
Agonizo, en el fondo, con la esperanza, sabiendo que lo que
podrá ser no será, porque será otra cosa que recordaré.
Me cansa buscar la verdad, cubierta por mil velos que la
hacen maravillosa cuando está oculta.
Me decepciona encontrarla sobre todas las cosas, cuando
descubro que esa verdad buscada no es la que esperaba.
Me frustra la impotencia del deseo, la desilusión de la
esperanza, desdeñada hace cinco líneas.
Me ahogo cada noche en los sueños; o más bien en los
despertares.
Me destroza la necesidad racional de la naturaleza, porque
esperamos ser hijos de la contingencia y al final descubrimos que nos rigen las
mismas leyes que al dios de las cosas importantes.
Me resulta vano el deseo de cambiar, de devenir diferentes de
algo que no somos.
Me dan arcadas las definiciones (de arco y del latín arcus).
La línea recta no existe. Somos movimientos gástricos.
Odio a los que os conjugáis impersonalmente: yo, tú, él,
ella, nosotros….
Odio los géneros, las declinaciones, los plurales y la
gramática.
Odio el puto término medio porque nunca es justo y sí
mediocre, el lugar donde se esconden los cobardes por el temor a tomar
decisiones, yo incluido.
Me asustan los puntos suspensivos que siempre permanecen en
suspenso.
Me encanta la lluvia, la humedad que nos acerca a la tierra
de las tumbas recién abiertas, porque por mucho que corras nunca escaparás de
la tormenta y la lluvia.
Espero ciegamente al genio maligno, con una confianza
indigna de él….
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